El día que vi a Euclides Gutiérrez Félix por primera vez no tenía una imagen clara de él. Una mezcla de compromisos públicos conformaban el perfil que yo le daba: fue Senador de la República, Ministro del Gobierno en Armas, fundador de la Revista Vanguardia del Pueblo. Ese día lo vi cerrando una de las ventanas laterales de un aula de la facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo donde impartía docencia.
Sabía que a su casa iban políticos, poetas, escritores, que gustaba de los buenos modales y que, en su caso, había elegido la política para enderezar el país.
Sabía que pertenecía al mundo de las creencias roussoniana de que el hombre es naturalmente bueno y sabía, en suma, que su personalidad tendía a volcarse en la acción, solo que en esta acción, por su profundo sentido moral, invitaba a los dominicanos a militar políticamente en favor de una democracia liberal, parlamentaria, laica y socialista, y eso me bastaba para querer conocerlo.
Sucedió finalmente un día de principio de otoño de 1976, al término de una conferencia que sobre las cimarronadas dictó en un augusto salón de la Universidad. Conocerlo fue un privilegio, su personalidad que aún intimida a algunos esconde tanta bondad y sentido de humor que da gusto conversar con él.
Una vez, por ejemplo, me contó una anécdota que hasta ahora no repetí. Balaguer, su antiguo profesor de la Universidad de Santo Domingo, a quien respetó y admiró, casi lo compromete con un cargo en el gobierno. “El día en que me entrevisté con Balaguer en su despacho, eso fue a mediados de 1966, antes de sentarme y a la par con los saludos de rigor le dije: Usted sabe profesor que lo admiro pero políticamente estoy comprometido con Juan Bosch.”
En otra ocasión, cuando la crisis política de 1994 me dijo: “Fui a Palacio a entrevistarme con Balaguer y le dije lo que ninguno de sus cortesanos se atrevían a decirle: “profesor los americanos no lo quieren. Evite que lo desconsideren, usted no se merece eso”. Balaguer permaneció callado y solo habló para decirme escuetamente: “Yo lo sé. Dígame qué usted sugiere”. Esa conversación constituyó la génesis del pacto patriótico. Con el paso del tiempo he podido apreciar en Euclides que su afán por narrar experiencias propias no es narcisista, sino consecuencia de una suerte de juventud que aún le dura. Ese entusiasmo juvenil lo lleva a describir y a contar minuciosamente los detalles circunstanciales de sucesos que le han tocado vivir.
Durante años coincidí con el profesor Euclides Gutiérrez en la faena propia de dos abogados en pleno ejercicio profesional. Desde entonces pude conocer más de cerca su energía, su disciplina de trabajo, su enorme saber y, sobre todo, su calidad humana, su integridad y su ecuanimidad.
El trato fue frecuente, tanto que en 1988, cuando fui designado Procurador Fiscal tuve el honor de que su cordialidad y generosidad lo llevara a llamarme, el mismo día de la juramentación, no para felicitarme sino para decirme, “ tan solo sé honesto”.
Hoy que otra vez el destino lo sitúa en el desempeño de altas funciones públicas, confieso que lo he visto muy pocas veces, han sido encuentros casuales, fortuitos, que expresan una voluntad de distanciamiento, adrede, para no importunar al amigo que desde el litoral en que se encuentra, rara avis, intenta darle dignidad a elementos morales y éticos sepultados por la frivolidad, la indiferencia y la codicia.
Llegado a este punto, podría preguntar o preguntarme: ¿Qué representa Euclides Gutiérrez Félix en el panorama social dominicano? Intento la respuesta. Representa, junto a otros, la lealtad a una vocación que ha hecho de él un digno cultor de la verdad, un ciudadano que asumió la política como algo vital, sustantivo y trascendente. Y ya para ir poniendo término a estas abstracciones que son, seguramente, un tenue reflejo del respeto que siento por el profesor, confieso que he dejado de propósito, para terminar esta reflexión sobre su personalidad, un rasgo, una virtud que comprobé digamos a partir del cultivo de su amistad, y es que jamás deshonró su inteligencia con una bajeza, vive como vivió cuando lo conocí, con sencilla, honesta y sacrificada eficacia.
Gracias a Dios no le ha llegado la “voladora” fama, el adjetivo es de Virgilio, Eneida, canto XI. Espero le llegue tarde.
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